domingo, 13 de abril de 2008
- DA VINCI -
LEONARDO DA VINCI
UN HOMBRE CON MUCHOS CODIGOS
SIMPLEMENTE UN GENIO
Nació en 1452 en la Villa Toscana de Vinci, hijo natural de una campesina, Caterina (que se casó poco después con un artesano de la región), y de Ser Piero, un rico notario florentino. Italia era entonces un mosaico de ciudades-estados como Florencia, pequeñas repúblicas como Venecia y feudos bajo el poder de los príncipes o el papa. El Imperio romano de Oriente cayó en 1453 ante los turcos y apenas sobrevivía aún, muy reducido, el Sacro Imperio Romano Germánico; era una época violenta en la que, sin embargo, el esplendor de las cortes no tenía límites.
A pesar de que su padre se casó cuatro veces, sólo tuvo hijos (once en total, con los que Leonardo acabó teniendo pleitos por la herencia paterna) en sus dos últimos matrimonios, por lo que Leonardo se crió como hijo único. Su enorme curiosidad se manifestó tempranamente, dibujando animales mitológicos de su propia invención, inspirados en una profunda observación del entorno natural en el que creció. Giorgio Vasari, su primer biógrafo, relata cómo el genio de Leonardo, siendo aún un niño, creó un escudo de Medusa con dragones que aterrorizó a su padre cuando se topó con él por sorpresa.
Consciente ya del talento de su hijo, su padre lo autorizó, cuando Leonardo cumplió los catorce años, a ingresar como aprendiz en el taller de Andrea del Verrocchio, en donde, a lo largo de los seis años que el gremio de pintores prescribía como instrucción antes de ser reconocido como artista libre, aprendió pintura, escultura, técnicas y mecánicas de la creación artística. El primer trabajo suyo del que se tiene certera noticia fue la construcción de la esfera de cobre proyectada por Brunelleschi para coronar la iglesia de Santa Maria dei Fiori. Junto al taller de Verrocchio, además, se encontraba el de Antonio Pollaiuollo, en donde Leonardo hizo sus primeros estudios de anatomía y, quizá, se inició también en el conocimiento del latín y el griego.
Era un joven agraciado y vigoroso que había heredado la fuerza física de la estirpe de su padre; es muy probable que fuera el modelo para la cabeza de San Miguel en el cuadro de Verrocchio Tobías y el ángel, de finos y bellos rasgos. Por lo demás, su gran imaginación creativa y la temprana maestría de su pincel, no tardaron en superar a las de su maestro: en el Bautismo de Cristo, por ejemplo, donde un dinámico e inspirado ángel pintado por Leonardo contrasta con la brusquedad del Bautista hecho por Verrocchio.
El joven discípulo utilizaba allí por vez primera una novedosa técnica recién llegada de los Países Bajos: la pintura al óleo, que permitía una mayor blandura en el trazo y una más profunda penetración en la tela. Además de los extraordinarios dibujos y de la participación virtuosa en otras obras de su maestro, sus grandes obras de este período son un San Jerónimo y el gran panel La adoración de los Magos (ambos inconclusos), notables por el innovador dinamismo otorgado por la maestría en los contrastes de rasgos, en la composición geométrica de la escena y en el extraordinario manejo de la técnica del claroscuro.
Florencia era entonces una de las ciudades más ricas de Europa; sus talleres de manufacturas de sedas y brocados de oriente y de lanas de occidente, y sus numerosas tejedurías la convertían en el gran centro comercial de la península itálica; allí los Médicis habían establecido una corte cuyo esplendor debía no poco a los artistas con que contaba. Pero cuando el joven Leonardo comprobó que no conseguía de Lorenzo el Magnífico más que alabanzas a sus virtudes de buen cortesano, a sus treinta años decidió buscar un horizonte más prospero.
En 1482 se presentó ante el poderoso Ludovico Sforza, el hombre fuerte de Milán por entonces, en cuya corte se quedaría diecisiete años como «pictor et ingenierius ducalis». Aunque su ocupación principal era la de ingeniero militar, sus proyectos (casi todos irrealizados) abarcaron la hidráulica, la mecánica (con innovadores sistemas de palancas para multiplicar la fuerza humana), la arquitectura, además de la pintura y la escultura. Fue su período de pleno desarrollo; siguiendo las bases matemáticas fijadas por León Bautista Alberti y Piero della Francesca, Leonardo comenzó sus apuntes para la formulación de una ciencia de la pintura, al tiempo que se ejercitaba en la ejecución y fabricación de laúdes.
Estimulado por la dramática peste que asoló Milán y cuya causa veía Leonardo en el hacinamiento y suciedad de la ciudad, proyectó espaciosas villas, hizo planos para canalizaciones de ríos e ingeniosos sistemas de defensa ante la artillería enemiga. Habiendo recibido de Ludovico el encargo de crear una monumental estatua ecuestre en honor de Francesco, el fundador de la dinastía Sforza, Leonardo trabajó durante dieciséis años en el proyecto del «gran caballo», que no se concretaría más que en una maqueta, destruida poco después durante una batalla.
Resultó sobre todo fecunda su amistad con el matemático Luca Pacioli, fraile franciscano que en 1494 publicó su tratado de la Divina proportione, ilustrada por Leonardo. Ponderando la vista como el instrumento de conocimiento más certero con que cuenta el ser humano, Leonardo sostuvo que a través de una atenta observación debían reconocerse los objetos en su forma y estructura para describirlos en la pintura de la manera más exacta. De este modo el dibujo se convertía en el instrumento fundamental de su método didáctico, al punto que podía decirse que en sus apuntes el texto estaba para explicar el dibujo, y no éste para ilustrar a aquél, por lo que Da Vinci ha sido reconocido como el creador de la moderna ilustración científica.
El ideal del saper vedere guió todos sus estudios, que en la década de 1490 comenzaron a perfilarse como una serie de tratados (inconclusos, que fueron recopilados luego en el Codex Atlanticus, así llamado por su gran tamaño). Incluye trabajos sobre pintura, arquitectura, mecánica, anatomía, geografía, botánica, hidráulica, aerodinámica, fundiendo arte y ciencia en una cosmología individual que da, además, una vía de salida para un debate estético que se encontraba anclado en un más bien estéril neoplatonismo.
Aunque Leonardo no parece que se preocupara demasiado por formar su propia escuela, en su taller milanés se creó poco a poco un grupo de fieles aprendices y alumnos: Giovanni Boltraffio, Ambrogio de Predis, Andrea Solari, su inseparable Salai, entre otros; los estudiosos no se han puesto de acuerdo aún acerca de la exacta atribución de algunas obras de este período, tales como la Madona Litta o el retrato de Lucrezia Crivelli. Contratado en 1483 por la hermandad de la Inmaculada Concepción para realizar una pintura para la iglesia de San Francisco, Leonardo emprendió la realización de lo que sería la celebérrima Virgen de las Rocas, cuyo resultado final, en dos versiones, no estaría listo a los ocho meses que marcaba el contrato, sino veinte años más tarde. La estructura triangular de la composición, la gracia de las figuras, el brillante uso del famoso sfumato para realzar el sentido visionario de la escena, convierten a ambas obras en una nueva revolución estética para sus contemporáneos.
A este mismo período pertenecen el retrato de Ginevra de Benci (1475-1478), con su innovadora relación de proximidad y distancia y la belleza expresiva de La belle Ferronière. Pero hacia 1498 Leonardo finalizaba una pintura mural, en principio un encargo modesto para el refectorio del convento dominico de Santa Maria dalle Grazie, que se convertiría en su definitiva consagración pictórica: La última cena. Necesitamos hoy un esfuerzo para comprender su esplendor original, ya que se deterioró rápidamente y fue mal restaurada muchas veces. La genial captación plástica del dramático momento en que Cristo dice a los apóstoles «uno de vosotros me traicionará» otorga a la escena una unidad psicológica y una dinámica aprehensión del momento fugaz de sorpresa de los comensales (del que sólo Judas queda excluido). El mural se convirtió no sólo en un celebrado icono cristiano, sino también en un objeto de peregrinación para artistas de todo el continente.
A finales de 1499 los franceses entraron en Milán; Ludovico el Moro perdió el poder. Leonardo abandonó la ciudad acompañado de Pacioli y tras una breve estancia en casa de su admiradora la marquesa Isabel de Este, en Mantua, llegó a Venecia. Acosada por los turcos, que ya dominaban la costa dálmata y amenazaban con tomar el Friuli, la Signoria contrató a Leonardo como ingeniero militar.
En pocas semanas proyectó una cantidad de artefactos cuya realización concreta no se haría sino, en muchos casos, hasta los siglos XIX o XX, desde una suerte de submarino individual, con un tubo de cuero para tomar aire destinado a unos soldados que, armados con taladro, atacarían las embarcaciones por debajo, hasta grandes piezas de artillería con proyectiles de acción retardada y barcos con doble pared para resistir las embestidas. Los costes desorbitados, la falta de tiempo y, quizá, las excesivas (para los venecianos) pretensiones de Leonardo en el reparto del botín, hicieron que las geniales ideas no pasaran de bocetos. En abril de 1500 Da Vinci entró en Florencia, tras veinte años de ausencia.
César Borgia, hijo del papa Alejandro VI, hombre ambicioso y temido, descrito por el propio Maquiavelo como «modelo insuperable» de intrigador político y déspota, dominaba Florencia y se preparaba para lanzarse a la conquista de nuevos territorios. Leonardo, nuevamente como ingeniero militar, recorrió los terrenos del norte, trazando mapas, calculando distancias precisas, proyectando puentes y nuevas armas de artillería. Pero poco después el condottiero cayó en desgracia: sus capitanes se sublevaron, su padre fue envenenado y él mismo cayó gravemente enfermo. En 1503 Leonardo volvió a la ciudad, que por entonces se encontraba en guerra con Pisa y concibió allí su genial proyecto de desviar el río Arno por detrás de la ciudad enemiga cercándola y contemplando la construcción de un canal como vía navegable que comunicase Florencia con el mar: el proyecto sólo se concretó en los extraordinarios mapas de su autor.
Pero Leonardo ya era reconocido como uno de los mayores maestros de Italia. En 1501 había causado admiración con su Santa Ana, la Virgen y el Niño; en 1503 recibió el encargo de pintar un gran mural (el doble del tamaño de La última cena) en el palacio Viejo: la nobleza florentina quería inmortalizar algunas escenas históricas de su gloria. Leonardo trabajó tres años en La batalla de Angheri, que quedaría inconclusa y sería luego desprendida por su deterioro. Importante por los bocetos y copias, éstas admirarían a Rafael e inspirarían, un siglo más tarde, una célebre de Peter Paul Rubens.
También sólo en copias sobrevivió otra gran obra de este periodo: Leda y el cisne. Sin embargo, la cumbre de esta etapa florentina (y una de las pocas obras acabadas por Leonardo) fue el retrato de Mona Lisa. Obra famosa desde el momento de su creación, se convirtió en modelo de retrato y casi nadie escaparía a su influjo en el mundo de la pintura. La mítica Gioconda ha inspirado infinidad de libros y leyendas, y hasta una ópera; pero poco se sabe de su vida. Ni siquiera se conoce quién encargó el cuadro, que Leonardo se llevó consigo a Francia, donde lo vendió al rey Francisco I por cuatro mil piezas de oro. Perfeccionando su propio hallazgo del sfumato, llevándolo a una concreción casi milagrosa, Leonardo logró plasmar un gesto entre lo fugaz y lo perenne: la «enigmática sonrisa» de la Gioconda es uno de los capítulos más admirados, comentados e imitados de la historia del arte y su misterio sigue aún hoy fascinando. Existe la leyenda de que Leonardo promovía ese gesto en su modelo haciendo sonar laúdes mientras ella posaba; el cuadro, que ha atravesado no pocas vicisitudes, ha sido considerado como cumbre y resumen del talento y la «ciencia pictórica» de su autor.
El interés de Leonardo por los estudios científicos era cada vez más intenso: asistía a disecciones de cadáveres, sobre los que confeccionaba dibujos para describir la estructura y funcionamiento del cuerpo humano. Al mismo tiempo hacía sistemáticas observaciones del vuelo de los pájaros (sobre los que planeaba escribir un tratado), en la convicción de que también el hombre podría volar si llegaba a conocer las leyes de la resistencia del aire (algunos apuntes de este período se han visto como claros precursores del moderno helicóptero).
Absorto por estas cavilaciones e inquietudes, Leonardo no dudó en abandonar Florencia cuando en 1506 Charles d'Amboise, gobernador francés de Milán, le ofreció el cargo de arquitecto y pintor de la corte; honrado y admirado por su nuevo patrón, Da Vinci proyectó para él un castillo y ejecutó bocetos para el oratorio de Santa Maria dalla Fontana, fundado por aquél. Su estadía milanesa sólo se interrumpió en el invierno de 1507 cuando, en Florencia, colaboró con el escultor Giovanni Francesco Rustici en la ejecución de los bronces del baptisterio de la ciudad.
Quizás excesivamente avejentado para los cincuenta años que contaba entonces, su rostro fue tomado por Rafael como modelo del sublime Platón para su obra La escuela de Atenas. Leonardo, en cambio, pintaba poco dedicándose a recopilar sus escritos y a profundizar sus estudios: con la idea de tener finalizado para 1510 su tratado de anatomía trabajaba junto a Marcantonio della Torre, el más célebre anatomista de su tiempo, en la descripción de órganos y el estudio de la fisiología humana. El ideal leonardesco de la «percepción cosmológica» se manifestaba en múltiples ramas: escribía sobre matemáticas, óptica, mecánica, geología, botánica; su búsqueda tendía hacia el encuentro de leyes funciones y armonías compatibles para todas estas disciplinas, para la naturaleza como unidad. Paralelamente, a sus antiguos discípulos se sumaron algunos nuevos, entre ellos el joven noble Francesco Melzi, fiel amigo del maestro hasta su muerte. Junto a Ambrogio de Predis, Leonardo culminó en 1508 la segunda versión de La Virgen de las Rocas; poco antes, había dejado sin cumplir un encargo del rey de Francia para pintar dos madonnas.
El nuevo hombre fuerte de Milán era entonces Gian Giacomo Tivulzio, quien pretendía retomar para sí el monumental proyecto del «gran caballo», convirtiéndolo en una estatua funeraria para su propia tumba en la capilla de San Nazaro Magiore; pero tampoco esta vez el monumento ecuestre pasó de los bocetos, lo que supuso para Leonardo su segunda frustración como escultor. En 1513 una nueva situación de inestabilidad política lo empujó a abandonar Milán; junto a Melzi y Salai marchó a Roma, donde se albergó en el belvedere de Giulano de Médicis, hermano del nuevo papa León X.
En el Vaticano vivió una etapa de tranquilidad, con un sueldo digno y sin grandes obligaciones: dibujó mapas, estudió antiguos monumentos romanos, proyectó una gran residencia para los Médicis en Florencia y, además, trabó una estrecha amistad con el gran arquitecto Bramante, hasta la muerte de éste en 1514. Pero en 1516, muerto su protector Giulano de Médicis, Leonardo dejó Italia definitivamente, para pasar los tres últimos años de su vida en el palacio de Cloux como «primer pintor, arquitecto y mecánico del rey».
El gran respeto que Francisco I le dispensó hizo que Leonardo pasase esta última etapa de su vida más bien como un miembro de la nobleza que como un empleado de la casa real. Fatigado y concentrado en la redacción de sus últimas páginas para su tratado sobre la pintura, pintó poco aunque todavía ejecutó extraordinarios dibujos sobre temas bíblicos y apocalípticos. Alcanzó a completar el ambiguo San Juan Bautista, un andrógino duende que desborda gracia, sensualidad y misterio; de hecho, sus discípulos lo imitarían poco después convirtiéndolo en un pagano Baco, que hoy puede verse en el Louvre de París.
A partir de 1517 su salud, hasta entonces inquebrantable, comenzó a desmejorar. Su brazo derecho quedó paralizado; pero con su incansable mano izquierda Leonardo aún hizo bocetos de proyectos urbanísticos, de drenajes de ríos y hasta decorados para las fiestas palaciegas. Su casa de Amboise se convirtió en una especie de museo, plena de papeles y apuntes conteniendo las ideas de este hombre excepcional, muchas de las cuales deberían esperar siglos para demostrar su factibilidad e incluso su necesidad; llegó incluso, en esta época, a concebir la idea de hacer casas prefabricadas. Sólo por las tres telas que eligió para que lo acompañasen en su última etapa, la Gioconda, el San Juan y Santa Ana, la Virgen y el Niño, puede decirse que Leonardo poseía entonces uno de los grandes tesoros de su tiempo.
El 2 de mayo de 1519 murió en Cloux; su testamento legaba a Melzi todos sus libros, manuscritos y dibujos, que éste se encargó de retornar a Italia. Como suele suceder con los grandes genios, se han tejido en torno a su muerte algunas leyendas; una de ellas, inspirada por Vasari, pretende que Leonardo, arrepentido de no haber llevado una existencia regido por las leyes de la Iglesia, se confesó largamente y, con sus últimas fuerzas, se incorporó del lecho mortuorio para recibir antes de expirar, los sacramentos.
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