martes, 6 de mayo de 2008

- ARTHUR RUBINSTEIN -



Arthur Rubinstein


UN MAESTRO DEL PIANO



Nació en Lodz, Polonia, un 28 de enero de 1887 y falleció un 20 de diciembre de 1982

Si algo marca la carrera de este extraordinario pianista, al que Thomas Mann calificó como "virtuoso feliz", es junto con su inconfundible sonido, su fama de vividor, de humanista y de persona embriagada por la “joie de vivre”.

Fue el séptimo hijo de una familia judía de tejedores afincada en Polonia. Empezó a estudiar piano a la tierna edad de tres años. Poco después pasó a la tutela del músico Alexander Rozincki, que rápidamente se desesperó ante la pereza del pupilo para realizar los ejercicios que se le exigían. Su enorme talento musical le llevó sin embargo a dar su primer concierto en público cuando contaba sólo con seis años.

Las posteriores experiencias con profesores polacos siguieron igualmente un curso desafortunado y en el año 1897 marchó a Berlín para conocer a Joseph Joachim, afamado violinista y amigo de Johannes Brahms. El músico alemán quedó maravillado y se ocupó inmediatamente de su educación musical, en la cual también participaron Max Bruch, Heinrich Barth y Robert Kahn. En el año 1900 se presentó ante el público berlinés bajo la dirección de Joseph Joachim y acompañado por la Orquesta Filarmónica de la ciudad con el Concierto número 23 de Mozart, el Concierto número 2 de Camille Saint-Saëns, piezas de Schumann y Chopin. Le siguieron otros conciertos en Alemania y en Polonia.





En el año 1904 debutó en París, donde poco más tarde fijaría su residencia. Dos años después daría su primer concierto en los Estados Unidos, en el Carnegie Hall, con la Orquesta Filarmónica de Filadelfia. El recibimiento fue frío y la gira posterior en tierras norteamericanas tampoco estuvo marcada por el éxito. Siguieron conciertos en Austria, Italia y Rusia. En el año 1912 debutó en Londres, donde se le pudo oír como solista y compañero del violonchelista Pau Casals.

Durante la Primera Guerra Mundial vivió principalmente en la capital británica. Ejerció de traductor, pues dominaba ocho idiomas, y tocó junto al violinista Eugène Ysaye. Conciertos en Sudamérica y España (1916/1917) despertaron su interés por Isaac Albéniz, Manuel de Falla, Enrique Granados y Villa-Lobos, cuyas piezas pasarían a partir de entonces a formar parte de su repertorio. Debido a un juramento realizado al estallar la guerra no volvió a actuar en Alemania a partir del 1914. En los años veinte, después de una segunda gira por los Estados Unidos, tocaría principalmente en Europa.





Durante toda esta época reconoce Rubinstein que se salió un poco del camino y se dedicó a la tarea principal de un niño prodigio, “librarse de la inmadurez”. Según sus confesiones se entregó a los placeres carnales, falto de ganas y disciplina se dedicaba al piano y en los conciertos confiaba ciegamente en su talento y su musicalidad: “De joven era vago. Tenía talento pero había muchas cosas en la vida que me interesaban más. Grandes vinos, mujeres guapas, en la relación 20% y 80% respectivamente”, motivo por el cual posiblemente nunca alcanzó la perfección técnica de sus concurrentes. Se designaba a sí mismo como “el último tahúr” entre los pianistas, hecho que posiblemente determinaba sus lugares de actuación. Le agradaba tocar en los países del sur, especialmente en España. Allí gustaba su temperamento desenfrenado, su ligereza, su ímpetu. Los cuatro conciertos planeados para el año 1916 se tornaron rápidamente en más de cien. Se hizo amigo de la Casa Real y el Rey Alfonso le otorgó un pasaporte español para que pudiera viajar libremente en sus recitales en plena Primera Guerra Mundial.

Tal era su reconocimiento que muchos países de habla hispana le declararon hijo adoptivo y se convirtió en uno de los más significantes intérpretes de su música. No gozaba de la misma celebridad en los Estados Unidos e Inglaterra. Dice Rubinstein con cierto sarcasmo y autocrítica: “La gente allí cree que paga para oír todas las notas. Yo, pero, dejo caer unas cuantas debajo de la mesa, alrededor de un 30%, y la gente se siente estafada. No podía estar sentado de ocho a diez horas delante del piano. Yo vivía para cada minuto. Admiro a Leopold Godowsky. Necesitaría quinientos años para tener su técnica. ¿Pero qué tuvo él de todo esto? Era un hombre infeliz, tenso, que se sentía mal cuando no estaba sentado al piano. ¿No dejó pasar su vida?”. Comenta el maestro que Paul Dukas contribuyó a su salvación: “Diviértase cuanto quiera, pero no se eche a perder. París no es para usted. Vuelva a Polonia, encárguese de curarse en cuerpo y moral, beba leche, salga a montar en caballo, váyase a dormir a horas decentes, conviértase en un hombre honrado”. Añade Rubinstein: “Fue un consejo muy sabio, y lo mejor es que lo seguí”.





Al parecer tan sólo decididamente a partir de dos hechos que iban a marcar su vida: su boda en el año 1932 con Aniela Mlynarski, hija del famoso director polaco, y la brillante actuación de Horowitz en París. Según palabras del propio Rubinstein: “Vi en él al nuevo Liszt, capaz de dominar su época. Quería tirar todo por la ventana. Antes de morir, quiero demostrar aquello de lo que soy capaz. Cerré los puños, no por mucho tiempo debido a mi profesión, los abrí de nuevo y empecé a trabajar duramente. Tenía que vengarme. No de Horowitz, sino de mí mismo”.

Desde este momento asumió Rubinstein con renovadas fuerzas su dedicación a la música, se impuso autodisciplina y llegó a practicar hasta dieciséis horas al día. Semejante esfuerzo tuvo su recompensa, ya que tras su reaparición en el Carnegie Hall en el año 1937 fue aclamado como un genio y toda la gira por los Estados Unidos fue triunfal. Pudieron al fin escuchar el porcentaje de notas pertinente. Con cincuenta años se había convertido en un gran pianista.

Tras la invasión alemana de París en la Segunda Guerra Mundial se trasladó con su familia a los Estados Unidos, país cuya nacionalidad obtuvo en 1946.

En las décadas siguientes dio conciertos por todo el mundo, realizó multitud de grabaciones y trabajó con músicos de renombre como Jascha Heifetz, Emanuel Feuermann, Henryk Szeryng y Gregor Piatigorsky. En el año 1958 volvió a tocar, después de más de veinte años de ausencia, en Polonia, donde el público le honró con lágrimas y una ovación en pie, la segunda en la historia de este país, después de la que recibiera Paderewski. Siguió tocando hasta una edad muy avanzada, siendo capaz de interpretar en una misma noche los dos conciertos de Brahms. Una ceguera progresiva le obligó a retirarse en 1976 ante el público londinense en Wigmore Hall.

Su mentalidad optimista se reflejaba en la vitalidad de sus interpretaciones. Poseía un sonido inconfundible, seguro, redondo, lleno de claridad y sonoridad, y capaz de matices impensables. Pianista que se sentía a gusto tanto en el clasicismo y romanticismo alemán, como en el repertorio ruso, español y francés. Será sin duda recordado como uno de los mejores intérpretes de Frédéric Chopin. Liberó a las obras del compositor polaco del excesivo sentimentalismo y amaneramiento. Les dio fuerza, ritmo y una sutil sensibilidad.

En una entrevista comentaba Daniel Barenboim: “La forma de tocar de Rubinstein era tan natural, que a uno le parece un juego de niños. Cuando alguien intenta pero alcanzar semejante evidencia, se da cuenta de cuán difícil es lo aparentemente fácil”. Al preguntarle el crítico Joachim Kaiser cómo genera ese inconfundible sonido respondió el maestro: “Es muy fácil, piso el pedal izquierdo y toco un poco más fuerte”, lo cuál se trataba sin duda de una exageración en tono algo jocoso puesto que el visionado de sus vídeos nos revelan que no abusaba de este pedal como la frase nos puede inducir a creer.

En uno de sus conciertos en el Teatro Principal de Palma de Mallorca le dijo al desesperado afinador, que no acertaba a ajustar una nota: “Déjelo hombre, si la gente no se va a dar cuenta”. Años más tarde, en el mismo escenario, hizo pasar a toda la gente que se había quedado a las puertas sin entrada y les dejó sentarse sobre el escenario alrededor de él.





Cuenta el director y pianista Daniel Barenboim que la primera vez que fue a visitarlo con once años, muerto de miedo ante semejante eminencia músical, el maestro le dio un puro y una copa de coñac. La tensión quedó evidentemente aliviada y la alegría con la que volvió a casa les resultó a sus padres algo sospechosa.

Joachim Kaiser narra en su libro “Große Pianisten in unserer Zeit” el contratiempo que le sucedió al pianista mientras interpretaba en Eindhoven la sonata Appasionata, cuyo significado explicó Beethoven con la frase: “lean la Tempestad de Shakespeare”. En el tercer movimiento, en el presto-fortissimo, en ese final salvaje, se rompió la banqueta con un fuerte chasquido. Rubinstein se puso blanco, pero lejos de acobardarse siguió tocando, medio de pie, medio sentado, sin notas incorrectas, hasta el final.

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