domingo, 27 de mayo de 2007

- EL FUTURO DEL MUNDO -


La globalización explicada a los niños


Aumento del terrorismo fundamentalista, proliferación de armas de destrucción masiva, disgregación del continente africano, epidemias, desórdenes climáticos y la crisis definitiva del Estado moderno: éstas son, entre otras maravillas, las previsiones de Eric Hobsbawm, Paul Virilio, Thérèse Delpech y Giacomo Marramao para la realidad política y social del mundo que viene. Los signos más visibles de una época que se adivina sombría, y la paradoja de la “glocalización”: cuando el capitalismo se globaliza a la vez que levanta reivindicaciones identitarias culturales y étnicas a su paso.


RUBEN H. RÍOS - DIARIO PERFIL - CULTURA - Foto: Ilustración: Pablo Temes

El retorno a la barbarie en el siglo XXI de Thérèse Delpech (El Ateneo), Pasaje a Occidente de Giacomo Marramao (Katz Editores), Ciudad pánico de Paul Virilio (Libros del Zorzal) y Guerra y paz en el siglo XXI de Eric Hobsbawm (Crítica) configuran unos estudios de reciente publicación acerca de la situación política, social, histórica, estratégica y filosófica del mundo contemporáneo, que trazan un diagnóstico menos que edificante y más bien sombrío. Se trata de enfoques muy dispares en sus fundamentos y recortes de problemas y fenómenos, realizados por intelectuales también de diversa posición epistemológica, pero ninguno apuesta un centavo a favor de un orden global apacible y políticamente correcto, ni a corto ni a largo plazo. Al menos, en lo que hace al siglo XXI. El trabajo de Delpech –premio Femina 2005–, con el rigor propio de una experta en estrategia (aunque Hobsbawm o Virilio tienen poco que envidiarle), augura para las próximas décadas el aumento del terrorismo fundamentalista, la proliferación de armas de destrucción masiva, la disgregación de Africa, el azote de epidemias y de desórdenes climáticos, entre otras maravillas. Más erudito y filosófico, Marramao se concentra en la diáspora cultural que produce la globalización económica y en la crisis del Estado moderno que le va a la zaga o la antecede, comparando el estado de las cosas a una época anterior al fin de las guerras civiles europeas por motivos religiosos que terminó con la Paz de Westfalia en 1648. Mientras Delpech –como Virilio– escruta el futuro catastrófico desde las tendencias del siglo XX, Marramao mira hacia el pasado de la modernidad para reconstruir, como una película marcha atrás, de qué manera surgió el aparato estatal (el “estado-nación”) que hoy se apaga sin pena ni gloria en las democracias oligárquicas occidentales. No obstante, sin desmentir esta tesis, Hobsbawm señala que los estados territoriales continúan siendo las autoridades reales mientras la globalización no avance hacia el único aspecto que no ha conquistado: el político-militar.
De todas maneras, el signo de nuestra época, para Hobsbawm como para Delpech y Marramao, es el de la regresión.

En el caso de Delpech, este retorno tiene las características funestas de una caída de la civilización en cierta “barbarie” tecnológica postiluminista y posthumanista que no presagia nada bueno, ni siquiera respecto de la era de la información marcada por la credulidad y la ausencia de ideas. Conviene advertir que, para esta autora, igual que en opinión de Hobsbawm, lo peor que puede ocurrir en los primeros decenios del siglo XXI (por ejemplo, el bioterror o el terrorismo nuclear) continúa una sangrienta línea de desprecio por la vida humana que alcanzó su cenit con la Segunda Guerra Mundial y los totalitarismos modernos. Para ella, en cuestiones de acontecimientos significativos, vale tanto el atentado al World Trade Center como cuando (también en 2001) el avión de la marina estadounidense EP-3E fue obligado a aterrizar en suelo chino y desmantelado por ingenieros militares con fines de espionaje. Como Hobsbawm y Marramao, Delpech no observa en los Estados Unidos comportamientos imperialistas al modo de las viejas potencias, aunque sí el sustituto de aquel colonialismo por medios económicos y tecnológicos, si bien Hobsbawm enfatiza en el poderío militar estadounidense como único medio ( y, además, políticamente equivocado) de supremacía en la era global. Como ya señalaba Samuel Huntington, el “choque de civilizaciones” adquiere estatuto en la universalización de la tecnología occidental pero no de su cultura.

Voluntad y dominio. Si según Clausewitz la guerra se define como la imposición de una voluntad sobre otra, se trata entonces de dominar al enemigo y no necesariamente de eliminarlo físicamente. La dominación sería, en rigor, el propósito de todo conflicto armado que empieza (y no antes) cuando el agredido se defiende. Cuando Clausewitz formuló estos conceptos desconocía la ampliación de los blancos militares a la población civil y las formas de guerra psicológica y terrorista que se desarrollaron en el prodigioso siglo XX. Incluso, observa Hobsbawn, la Guerra Fría contribuyó a la comprensión de la guerra en términos hobbesianos; es decir, menos que la batalla en sí misma, el tiempo durante el cual rige la voluntad de resolver los conflictos a través de la batalla.

De acuerdo a Virilio, desde el atentado al World Trade Center, no sólo colapsan los últimos principios y modalidades de la guerra clásica sino el terror se transforma en la única modalidad de combate generalizada al planeta, cuyo epicentro son las ciudades y las redes globales de comunicación de masas el arma principal. Se diría, sin embargo, que la dominación de una voluntad sobre otra se mantiene como propósito de la guerra, sólo que ahora la globalización instantánea de la información desataría una infowar que tiene por objetivo logístico romper los referentes de lo real: una cortina de humo que disuelve en la opacidad lo verdadero y lo falso.
En cualquier caso, este extraño efecto de “desrealización” por obra de la difusión masiva de la información militarizada sería más bien una “desertificación” del mundo, ya miniaturizado o reducido en tanto experiencia sensorial por la aceleración de las velocidades de transporte terrestre y aéreo y las comunicaciones teleópticas globalizadas. Los estrategas del Pentágono, sostiene Virilio, se manejan con una inversión topológica de la globalización donde lo global es lo interior finito y lo local el exterior del planeta, de manera que las fronteras se ubican en las ciudades in situ. De ahí la posibilidad (algo parecido afirma Giorgio Agamben) del “estado de sitio”, del “estado de excepción” planetario que requieren las intervenciones terroristas antiterroristas estadounidenses y de sus aliados.

En la medida que la guerra se ha desterritorializado, rebasa el Estado de derecho desde un “sexto continente” o ciudad virtual cuya circunferencia estaría en todas partes y su centro en ninguna. Siguiendo a Delpech y Hobsbawm, el fin de la Guerra Fría y la consecuente globalización de la economía capitalista, deja a los Estados Unidos como la principal potencia militar y tecnológica occidental capaz de defender este orden. Pero no sólo el fundamentalismo islámico figura –como en Virilio– entre sus enemigos sino también China, Pakistán, Irán, la India y cualquier unidad soberana (territorial o extraterritorial) en posesión de armas nucleares que no comparta la soberanía del mercado como sistema de vida. Coincidiendo con Marramao y en parte con Hobsbawm, Delpech describe relaciones estratégicas planetarias cuyo centro ya no transcurre por la latitud de Europa, desplazándose sobre el eje Estados Unidos-China (y sus virtuales aliados) en los próximos diez años, cuando los chinos se encuentren militarmente en posición de desafiar a la gran potencia en cualquier escenario bélico. Sin ir más lejos, entiende Hobsbawm, la dominación de lo que Eisenhower denominó el “military-industrial complex” sobre el actual régimen derechista que impulsa Washington, el cual a partir del 11-S habría virado de la política hacia la propaganda de masas y la militarización de la vida cotidiana, reposa sobre un déficit presupuestario y una economía decreciente (salvo por los inversores asiáticos) en el ordenamiento económico global, a la vez que China no ha cesado de aumentar su producción industrial.
Terror y comunicación.

El análisis de Virilio de las relaciones estratégicas surgidas a raíz del atentado del 11-S se apoya, en gran parte, en el desequilibrio del terror militar que sucede al fin de la Guerra Fría y a la imposibilidad de la creación de acontecimientos dentro de la modelización globalizadora. Lo que moviliza el conflicto terrorismo-antiterrorismo, ocluida la política en una masificación de las opiniones y las emociones, es que sólo recurriendo al accidente se provoca una interrupción de la continuidad de los modelos que bloquean todo genuino acontecimiento. Lo cual quiere decir que, para Virilio, difícilmente se desactive el terrorismo en el encierro global, ya que aquél funciona provocando el accidente y el desastre como modo privilegiado de hacer la guerra.

Desde la perspectiva de Hobsbawm, no se trata de ninguna “guerra” salvo por la retórica megalómana y terrorista del gobierno estadounidense, que a su vez es funcional a los propósitos terroristas de los grupos fundamentalistas islámicos cuyo principal objetivo se centra en producir el pánico. Esto no significa que, a diferencia de los terrorismos occidentales, Al Qaeda o Hamas no se propongan matanzas o masacres indiscriminadas por medios de atentados suicidas (el primero en usarlos fue Hezbollá, en 1983, en el Líbano, y contra estadounidenses); los cuales, por otro lado, no dependen exclusivamente de armas de alta tecnología, como lo demostraron los terroristas armados con cúteres que desviaron los aviones hacia el World Trade Center.

El terrorismo islámico transnacional, para Hobsbawm, a pesar de su potencialidad destructiva, no constituye una instancia política o estratégica al provenir de organizaciones pequeñas, clandestinas, sin capacidad real de derrotar militarmente a su enemigo. Los ataques a Nueva York, Madrid y Londres sólo colapsaron el funcionamiento de estas metrópolis por horas, y de no publicitarse masivamente por los medios teleópticos de masas su impacto habría sido menor. La acción táctica de estas células terroristas, a juicio de Hobsbawm, no representan un problema militar sino policial y mediático que los gobiernos deberían enfrentar –como se hizo en Europa con las Brigadas Rojas, IRA o ETA– privándola de difusión. En la medida que la estrategia de los EE.UU. es la opuesta y militariza la información cada vez más, el terrorismo antiterrorista en curso no sería más que la reactivación del terror de la Guerra Fría (una profundización, en realidad, para Virilio) con el fin de legitimar su hegemonía y su expansión planetaria, al precio de desestabilizar el mundo mediante esa “guerra asimétrica” que inventaron los estrategas estadounidenses. A la vez, los partidarios de un imperio global norteamericano que inaugure una era dorada de paz, prosperidad económica, democracia y respeto a los derechos humanos, respondiendo al caos mundial que dio inicio en 1989, harían sencillamente omisión al hecho histórico de que ningún imperio llevó la paz fuera de sus territorios.

El entramado estratégico se complica en Marramao según la mala nueva para la elite globalizadora: en efecto, el capitalismo se globaliza a la vez que levanta reivindicaciones identitarias culturales y étnicas a su paso. La palabra técnica que definiría este fenómeno paradojal es “glocalización”, que quiere decir que lo global se realiza localmente, como una torsión o deformación de la universalización de la tecnología y la economía en las articulaciones simbólicas de las culturas no-occidentales, para nada homogéneas ni reducibles a una entelequia denominada “Oriente” –una ilusión occidental, como tantas otras, que le sirve para forjar su propia identidad de singularidad que se universaliza.

La “glocalización”, en todo caso, no significa más que la derrota de la globalización en términos de cultura o de valores, ya que en los hechos ( y esto, de nuevo, repite a Huntington) la sociedad de consumo no penetra hasta el fondo de la diferencia cultural.
Al respecto, apoyándose en Gilles Deleuze, el concepto de “diferencia” en Marramao no supone una distinción en el seno de la identidad ( lo particular de lo universal) sino una singularidad, una diferencia “en sí” que difiere absolutamente y que le da pie para proponer una globalización pluralista, una “glocalización” que hiere lo más querido del imaginario occidental: el universalismo. Ese que –como afirman Delpech y Hobsbawm– se ha degradado a meros intereses económicos, a la maximización de los beneficios.

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